Posteado por: Pedro | 6 julio, 2011

Un hombre bueno

Se despertó. Había estado durmiendo unos cinco minutos, escuchando una canción en su Iphone. El sol quemaba sobre su vientre, mientras las gotas de su propio sudor y del agua de la piscina, resbalaban hacia sus caderas.

Incorporándose, sintió un ligero mareo al abrir los ojos y quedar cegado por la luz de aquellas cinco de la tarde. Cruzó sus manos sobre su rostro y pudo oler el que durante tantos años había sido su perfume, largo tras largo, entrenamiento tras entrenamiento; olía a cloro y por un instante, se recordó sudando dentro de aquella piscina del Barrio del Pilar, mientras Antonio, su entrenador le tomaba el pulso en el cuello, para exigirle más pulsaciones en las series de velocidad.

Seguía haciendo deporte, pero aquellos entrenamientos que provocaban que toda su musculatura juvenil, segregara ácido láctico, habían pasado a mejor vida y ahora algún que otro dolorcillo, agujetas o el dichoso dolor de hombro, le recordaban cada día después, que estaba a punto de cumplir 34 años.

Ningún mensaje. Miró el teléfono y no le había escrito, tal vez entre sueños, su subconsciente no hubiera escuchado el pitido que constante, alegraba sus tímpanos desde hacía varios días que comenzaron a escribirse. Se acercó al borde de la piscina y se sentó justo en frente del socorrista, un chico argentino, aburrido tras sus gafas de sol. Metió sus piernas en el agua y sintió el frescor subir hasta sus rodillas al tiempo que descubría que había cogido colorcillo.

Se levantó de un salto, a veces se sorprendía de que sus 90 kilos de peso, le permitieran aún esa flexible agilidad. Se puso su camiseta, recogió su toalla y se marchó hacia el portal. Se cruzó con la vecina más joven de su bloque y su nuevo novio, que se peleaban por cuál de los dos iba a conducir el coche de ella.

Tomó el ascensor, abrió la puerta de casa que ni siquiera se había molestado en cerrar con llave, bebió un sorbo de agua fría y se tomó un caramelo que había cogido el día anterior, en la lujosa y original oficina de su antigua jefa, en plena calle Serrano. Se desvistió y en previsión de que ella diera señales de vida, conservó la ropa interior. Se tumbó sobre la cama y se quedó nuevamente dormido.

Volvió a sonar su teléfono y era ella. Comía con su padre y él se alegró. Justo cuando pensaba que esa comida podría venirle bien para hablar sus preocupaciones, ella escribió justo eso. Habían pasado sólo unos días, pero era capaz de adivinar o predecir algunos de sus mensajes, algunos gestos y descifrar las facciones de su cara.

Después ella le dijo que no volvería a casa con tiempo para verse. Volvió a recostarse sobre la almohada, mohino, un poco triste y aún adormecido. Una hora y media más tarde, otro mensaje pidiéndole que abriera la puerta de su casa. Como pudo, se puso un pantalón de deporte y abrió la puerta. Allí estaba ella, vestía deportiva, como a él siempre le había gustado que vistieran, desenfadada. Se miró en sus ojos, uno de cada color, y al segundo parpadeo ya sabía lo que pasaría a continuación.

A punto de cumplir sus 34 agostos, era buena gente. Honesto y sincero. Había aprendido a base de recibir hostias, levantarse y volver a caer. Era sensible, práctico, ciclotímico, puro corazón racionalizado hasta el último latido. Al tiempo que la abrazaba y lágrimas, gotas resbalaban por sus mejillas, sentía que se alejaba de él antes de haber empezado a acercarse. No sabía cómo medir esa distancia ni cuán largo sería el viaje de ida o si habría retorno. Sólo supo que le gustaba esa inmadura fragilidad, esos nervios a flor de piel y esa energía desbordada, mal canalizada hacia sí misma. Lo hubiera entregado todo para que alguna de sus palabras la hicieran feliz, pero ella había emprendido el camino hacia fuera de sí misma porque no podía visitarse por dentro, reconocerse y ser.

No le preocuparon los otros, una leve punzada de celos, le apretó contra el quicio de la puerta de la cocina, pero una vez más, otra vez más, sus palabras eran para ella, para calmarla. No pretendía convencerla, pero tuvo la esperanza de que el eco de sus frases pausadas, lineales, de palabras graves y directas, le ayudaran a encontrar el camino de regreso a sí misma.

Se marchó, lanzándole uno de esos infantiles besos de adulta. Cerró la puerta, volvió a desvestirse, se tumbó nuevamente en la cama, se aferró a la almohada y otra vez, el cloro, emanando por los poros de su piel.

No supo si volvería a él, pero quiso que regresara a ella. Volvía a ser suficiente.

Solo… un hombre bueno.

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Respuestas

  1. Que triste.
    Por que es mas fácil describir momentos tristes que momentos alegres?

    • Bueno, es cuestión de momentos. A mí particularmente me gustan más los momentos alegres, son más fáciles de leer. Aunque es cierto que los tristes, suelen sacar mejores palabras, somos así de absurdos, tenemos más palabras para lo malo que para lo bueno…


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